Ledna no pudo evitar una sonrisa. O tal vez ni siquiera lo intentó. El
apasionamiento de su acompañante la sorprendió, no tanto por el mismo, pues
parecía conocer parte de su carácter por su expediente, sino por la singular
visión que tenía de la piedad y de la salvación de almas. Su tono fue serio
cuando tomó la palabra:
- No se emocione ni acelere, padre. No quiero que resulte herido, ni en cuerpo ni espíritu. Si es posible. En mi compañía ya está usted en peligro. Si me ayuda con Enka, recupera su iglesia. No debe embarcarse más en este asunto. Aunque algo me dice que ya es tarde.
Le miró. Sus ojos buscando más allá del sacerdote que tenía delante.
Un hombre que solo veía negros y grises en la vida.
-Hija mía, un hombre que permanece ciego y quieto ante los horrores
tan claros que me ha mostrado solo puede ser un agente del malvado pues la
pasividad y esa ceguera son propias de cobardes. Si estoy aquí es gracias al
Señor y ahora que me ha mostrado el camino no puedo rechazar recorrerlo solo
porque mi integridad corra peligro. Muchos hombres buenos, mejores que yo,
murieron como mártires por la causa. Y no hablo de santos o de los hombres de
los que mencionan las escrituras. Hablo de personas de carne y hueso como los
antiguos misioneros cuando llevaban la palabra de Dios a tierras de salvajes y
hombres que tenían más semejanza con bestias que con personas racionales. Y
muchos murieron, por eso la causa es fuerte. Porque la sangre de sus fieles
seguidores la sustenta así como la nuestra alimenta nuestro cuerpo. Y no puedo
negar ese hecho. Sería negar mi vida misma. Aunque agradezco tu preocupación,
hija mía.
Le sonrió con bondad. Como un padre que escucha que su hija le pide
que no corra demasiado con el coche.
- Enka no es una santa; ni esta es su cruzada. Puede que me haya malinterpretado. A ella le interesa el dinero. Ha vendido, que sepamos, cinco de esas cápsulas. Es un mal bicho, hágase a la idea. Lo incluyó en su juego de psicótica, y, por alguna razón, parece haberle tomado cariño. Seguramente debido a su educación católica.
-Enka no es una santa, ciertamente. ¿Y quién lo es? Solo es otra oveja
perdida. ¿Vendió las cápsulas?-Suspiró.-La raza humana siempre termina
decepcionándome. Pero no estoy aquí para juzgar, solo para perdonar...y redimir
almas. Pensó que sería divertido incluirme en su juego ¿psicótico?-No sabía lo
que significaba eso. Que estaba loca, seguramente. Pero esa era una cualidad
necesaria para sobrevivir en ese mundo tan gris.-Así que jugaré, me saltaré
unas cuantas normas y puede que gane la partida.-Llegó con la parábola hasta el
final.
Ledna apagó la pantalla.
- No son “amigos”. Y la idea de invitarles no me parece adecuada. Debemos deshacernos de ellos –al parecer Ledna carecía de sentido del humor.
-Entonces razón de más para invitarlos a comer.-Era una lástima no
poder hacerlo.
El V10 tomó una calle a la derecha, entró en una nueva Avenida. Las torres de infinitos pisos del centro, el Shinjuku, se veían al fondo, al norte, elevándose como modernas torres de Babel. Ledna aceleró; de súbito sucedió algo inesperado. De una calleja a la izquierda surgió rugiendo una furgoneta blindada que golpeó al vehículo que os perseguía, le hizo dar un trompo y luego varias vueltas de campana hasta empotrarse con el muro de un edificio. Había cesado de llover repentinamente. Ledna se puso tensa. Un segundo coche apareció atrás a vuestra izquierda.
- Sujétese, padre.
Las cosas se torcieron pronto –pensó Tomachio- La violencia en aquella
ciudad era como una enorme ballena y ellos el pobre Jonás. Era imposible no ser
devorado por ella. Más con fe hasta la ballena de violencia le parecía un
simple pez de acuario.
La policía pisó a fondo el acelerador, bajó la ventanilla automática, tomó su pistola, para luego frenar de golpe, soltó el pedal justo cuando el nuevo vehículo perseguidor se situó a vuestra altura. Ledna descargó tres disparos, detonación y fuego que quebraron los cristales de la ventanilla del acompañante del otro coche. Ella giró el volante golpeando al automóvil, lo sacó de la calzada, se tragó un pilón y volteó espectacularmente de frente, quedando como una cucaracha boca arriba. La furgoneta se acercó y abrió fuego, proyectiles que rebotaron en el blindaje del V10.
- Tome. Si me sucede algo, llame a este número. Pregunte por Dikicson. Y llévese mi maletín.
Le tendió una tarjeta azul con un número de teléfono. Él la cogió como si estuviese ido y asintió.
Los de la furgoneta se lo tomaban en serio. El nuevo proyectil fue poco menos que un misil en miniatura, silbó al rebasar al V6, para estallar contra un semáforo, las llamas y las chispas iluminaron la calle mojada y castigada por la lluvia. Ledna volvió a acelerar, derrapó zigzagueando al girar por una calle lateral y detuvo el vehículo en seco.
- Estos van a por mí, estoy segura. Las noticias corren muy deprisa cuando existen filtraciones. ¿Sabe conducir? Nos vemos en ese restaurante -el padre suspiró mientras cogía el volante a toda prisa, de forma mecánica.
Ledna saltó del coche y corrió en dirección contraria. La furgoneta giró en ese instante. Ledna descargó su arma contra las ruedas delanteras, el conductor no supo controlar el vehículo y este chocó contra la pared, cayendo de costado. La pistola de la Blade Runner vomitó fuego y muerte en esta ocasión volando la cabeza del primero que salió con el rifle aquel. Tres más abrieron las puertas arrojando otra clase de lluvia horizontal y metálica sobre la chica, que se parapetó tras un vehículo aparcado.
El sacerdote parecía aturdido ante toda la acción que sucedió entonces, la persecución, los disparos y, de nuevo, la muerte. La muerte siempre estaba presente en todas sus acciones. En realidad estaba contemplando toda la escena, toda aquella locura bajo plomo y fuego. ¿Es que no podían pararse a hablar para solucionar sus problemas? Cuando un padre ve a dos de sus hijos pegándose tiene dos opciones, o dejar que se maten o dejarle ver quien manda ahí, quien es la autoridad, el poder supremo. Y ese era Dios, y él era su representante.
Consideró que eran muchos contra ella. Él, como si estuviese paseando por el campo, llevo el coche dos calles más allá donde se detuvo con pulcritud y ajustada perfección.
-Oh, señor, siempre me envías a los más tarambanas. ¿No hay nadie plácido en tu pequeño reino? ¿Ningún alma mansa? Supongo que no. Así debe ser.-Amartilló la escopeta, la dejó al lado del asiento del conductor. Dejar a Ledna sola ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Claro que también consideraba que volvería por los hombres de la furgoneta. Con ella podría negociar, con ellos no. Tendría que aplicarles, como solía decir, una de cal y otra de arena, solo que la de cal sería muy, muy severa.
Así su arma de mano y bajó todas las ventanillas del coche, dio marcha atrás y volvió al lugar del tiroteo. No había rezado sus oraciones. Aceleró, llegó al lugar del tiroteó, torció con brusquedad a la vez que soltaba el acelerador y tiraba de la palanca de freno, dejando el v10 de tal forma que se apeó por la puerta del lado seguro.
Se agachó tras el coche, sin temer, sin temblar.
¿Cuántas veces se había enfrentado a algo así? En verdad no tenía miedo,
porque estuviese loco, porque disfrutase del peligro o porque la muerte fuese
una redención que ansiaba, no. En verdad no creía que aquella gente pudiese
matarle pues a pesar de ser pecadores un hijo no mata a su padre por que si.
-¡En nombre de Dios, soltad las armas!
No tenía placa, no pertenecía a ningún comando. Dios era toda la
autoridad que necesitaba.
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