Una noche agradable, cuya templada temperatura invitaba a caminar, a
conversar un rato antes de dormir contemplando los fuegos lejanos en la bóveda
celeste, se transformó de pronto en una condena que pendía sobre la cabeza de
todos nosotros.
La pulsera se agita en mi muñeca cuando me arrojo igual que un ariete contra el bandido. El hombre miró un segundo hacia el niño, suficiente distracción que pude aprovechar. Los entrenados músculos de mis piernas se tensaron, como un resorte salto contra él, no logra esquivar el golpe, sorprendido por mi rapidez. Se golpeó la espalda contra un arbusto, perdió pie y cayó, y yo con él. Sando no reaccionó. El pequeño miraba la escena con ojos traspasados por el miedo, plantado en pie frente a nosotros.
La pulsera se agita en mi muñeca cuando me arrojo igual que un ariete contra el bandido. El hombre miró un segundo hacia el niño, suficiente distracción que pude aprovechar. Los entrenados músculos de mis piernas se tensaron, como un resorte salto contra él, no logra esquivar el golpe, sorprendido por mi rapidez. Se golpeó la espalda contra un arbusto, perdió pie y cayó, y yo con él. Sando no reaccionó. El pequeño miraba la escena con ojos traspasados por el miedo, plantado en pie frente a nosotros.
-¡Corre, Sando, corre!
El niño salió de su ensimismamiento al oírme apremiarle de nuevo. Sus pequeñas piernas se pusieron en movimiento:
- ¡Son los hombres malos que mataron a papá y mamá! ¡Los hombres malos!
Traté de de ponerme en pie, huir, escapar, debía dar el aviso. Estaba casi erguida cuando mi oponente me agarró del tobillo y me tiró al suelo, contra la tierra y la hierba húmedas. Puedo zafarme de la garra que hace presa en mí y logro emprender la carrera; la mellada hoja del sable cortó el aire a pocos centímetros de mis muslos. No usé el cuchillo ni me detuve, detrás escucho los insultos y reniegos del bandido y de los otros asesinos a los que había descubierto sus planes, que surgieron de más allá de los árboles.
Me perseguían.
El enemigo es fuerte. Yo soy rápida. Es mejor arriesgarse que no hacer
nada. Aunque duela, aunque muerda el polvo y mis sentidos se llenen de barro.
Huir. Sí, huir del enemigo para avisar a mis compañeros. Escapar no es la solución.
Escapar. No. Son mis compañeros. Lucos está en peligro. La princesa extraña que
me regaló la pulsera. Tengo que seguir corriendo.
Sando grita, y yo corro. También grito, dar la alarma es importante. No importa que ellos sepan hacia donde voy, deben imaginarlo de todas formas. Ahora hay que dar la alarma. Ellos también gritan, insultos que sólo entiendo a medias, según sople el viento. ¡Corre, Sando! Que tus piernas sean alas, que tus pies no rocen el suelo.
Gritaron. El ataque se adelantó a lo previsto. La horda de bandidos de las estepas se abalanzó sobre el campamento rugiendo, aullando. Los centinelas fueron abatidos con el cuello cortado o el corazón partido. Varios soldados estaban tendidos entre las tiendas, drogados, pero a otros no les había surtido el efecto todavía, y, aturdidos, desenvainaron sus espadas, pero, torpes de reflejos y acción, iban a suponer poca resistencia para los asesinos nocturnos.
Aswarya corría. Sando chillaba con su vocecita:
-¡Quieren matar a Asvaya! ¡Lucos, los hombres malos tienen a Asvaya!
La joven chamán daba largas zancadas presa de una urgencia de vida o muerte. Podía huir en dirección contraria, desaparecer, pero su corazón le insuflaba otro aliento, los espíritus rebullían alborotados, temerosos. Recordaban otro día no muy lejano.
Siento las piernas pesadas, hace mucho que no corro así. Alcanzo
pronto al niño y cargo con él, en brazos. No quiero mirar atrás pero lo hago.
Me persiguen. Ahora estoy envuelta, arropada por los espíritus que salen del
cinturón de huesos y que me abrazan porque estoy en peligro. No llores, Sando,
no llores. Esto no será como el ataque a tu tribu. No será igual.
A no muchos metros delante pude ver la lucha que ya tomaba cuerpo en
el campamento, las palabras se clavan en mi garganta y no puedo decirlas. No
estoy segura de nada. Veo a Lucos de pie y luchando, mi corazón se alegra al
verlo. Blande la espada y mi bastón, a su lado soldados inconscientes, otro que
se tambalea. La lucha es desigual, pero él es fuerte y poderoso. Me vio y fue a
la carrera hacia mí, truncada esta a los pocos metros por dos de los bandidos
que le cerraron el paso.
Estaba a menos de diez metros, cuando un pesado cuerpo impactó en mi espalda. Me derribaron, unos brazos de oso me sujetaron por la cintura desde atrás y caí, rodando varios metros en la suave pendiente, enzarzada de pies y manos en lucha con uno de mis perseguidores, un soldado traidor. Debido a la caída Sando salió despedido a un lado, rodando también y magullándose.
La lucha me rodea. Está encima de mí, está debajo. Me retuerzo. Lanzo un grito de desafío en una lengua que ninguno de ellos comprende. Podría haber huido, haber escapado, alejarme de la lucha ¿y volver después, a enterrarlos? Ya llevo un cinturón de muertos encima por no haber estado. Ya veo el terror de Sando cuando le miro a los ojos y no puedo compartirlo. Esta es mi lucha y no huiré. No hasta que todo termine. Aunque yo termine.
Golpearé con furia por todos los muertos. Los propios, los de Sando, los que quedarán aquí a la orilla del río. Incluso por mí misma. Lucos me diría que la venganza no es buena compañera. Pelea por ti, no por los que quedaron atrás. Los muertos ya no necesitan mi brazo, pero sí los que están vivos. La princesa. Tengo que saber si está bien. ¡Sando!! ¡Malditos traidores!
Golpeo, golpeo intentando quitármelo de encima.
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