Abro los ojos, parpadeando, guiñando, herida por los rayos deslumbrantes de un sol colgado en el celeste y límpido cielo de la mañana. Trinan los pájaros y corre la brisa. El rumor del agua llega hasta mis oídos, cadencioso, rítmico. La orilla del río debe estar cerca, el suelo es hierba húmeda, fresca, mullida. Tumbada, me incorporo con esfuerzo, me apoyo en los codos. ¿Esto era el mundo de los muertos? No, en absoluto.
La doncella de la princesa atiende al soldado, inconsciente. Presenta un profundo corte en la frente y un tajo de feo aspecto en el hombro izquierdo. La princesa, le entrega trozos de su vestido hecho jirones. A la derecha Lucos se encuentra apoyado en el tronco de un chopo. Su sonrisa confiada me saluda. Aunque conserva la palidez de la noche anterior, da la impresión de estar bien. Luce un aparatoso vendaje en el torso desnudo. Mordisquea un muslo de algún tipo de pájaro, me lo ofrece:
-Toma. Tu estómago lleva rato gruñendo.
Un dolor pronunciado me arranca un gemido. La cabeza se me va. Dura unos segundos. Me palpo con extremo cuidado el entrecejo, lo noto hinchado, y me doy cuenta ahora que el ojo derecho está medio cerrado. Sangre seca en la ceja derecha.
- Tienes un bonito cardenal violáceo en la cara. Casi me gustas más así, como si fuese otro de tus tatuajes. Jajaja. ¿Cómo te sientes? Por cierto, cuando vayas a crear o traer una cosa como la de esta madrugada, eee…avísame antes, ¿de acuerdo? Casi me meo encima. Por Mitra, ¿qué era eso?
Mordisqueó la carne, sin responder. Estoy confusa. ¿Qué ha sucedió? Su expresión se torna seria. Observa el cielo, prefiere no mirarte.
- Perdiste tu cinturón. Lo lamento. Casi no se como estamos vivos.
Es cierto. Mi cinturón de huesos. Mi pueblo. No lo tengo. Mis manos lo buscan sin hallarlo. Corren a mi pecho, allí al menos sigue el medallón de los ancestros. Con mi madre, mi abuela. Y la esencia mística de los antepasados. Siento miedo, y frío. No sé donde estoy, no sé quien soy. Ahora ya no. Mis ojos no derraman lágrimas. Mis dedos palpan, desesperados, mis caderas, buscando los huesos que ya no están, perdidos, perdidos para siempre tan lejos de su hogar. Aúllo de dolor, es tan grande que no me cabe en el pecho. No puedo llorar. Es demasiado dolor, demasiado. Estuve tantos días enterrándolos, tantos días atando sus espíritus a las falanges que llevaría conmigo. ¿Dónde están ahora? Perdidos, lejos de mi, lejos de todo. Desechos en la nada. ¿Qué veré ahora cuando cruce el puente? Un espacio infinito y vacío. Espíritus desconocidos que no me acogerán en su seno, espíritus que no entenderán mi idioma.
Los rayos dorados penetran las aguas verdosas de la corriente del río. Alguien me habla, pero no escucho. Es la doncella, una sonrisa tímida tiembla en su boca:
-¿Tú bien? Yo me alegro. Yo cuidar de ti. Yo preparar, e, no se nombre, medicina para golpe. Tú curar y mirar a Ver-el-Jiaz, mi guardia, tiene febre. Mucha. Sí.
¿Qué ha pasado? ¿Por qué ha pasado? El
medallón de los ancestros sigue en mi pecho. Es lo único que tengo, nada más.
Tan poco. Os he visto morir a través de vuestros ojos. Os he visto vivir a
través de los míos. Os he llevado conmigo y os he perdido en un país extraño,
junto a un río. Ahora me odiáis. ¿Por qué no os dejé allí? ¿Por qué os traje
conmigo? Acarreo la desgracia sobre mis hombros, da igual quien se acerca a mí,
si está vivo o muerto.
El sonido no sale de mi garganta, es una bola que me impide respirar, una bola de lágrimas atascada en la garganta. ¿Porqué no hay esperanza? ¿Por qué no pienso en buscarlos, en recuperarlos, en continuar adelante, en volver atrás? Seguir viviendo o morir aquí. Ya da igual porque estoy sola, completamente sola.
Los ojos de la doncella están asustados al verme. Mis dorados cabellos despeinados y manchados de sangre, el rostro morado a causa del golpe, hinchado quizás. El dolor supurando por cada poro, la herida del espíritu abierta y en carne viva. No entiendo qué me dice, no entiendo nada. Sigo la dirección de su mirada y veo al hombre tendido en el suelo. Quizás muera. Nuevos muertos con los que no quiero hablar. Que no me escucharán.
Dejo que me ayude a levantarme y me acerco a él, mis manos recorren su cuerpo como si tuvieran vida propia, no la mía. No sé qué estoy haciendo. ¿Salvarle la vida? Espero que mis manos recuerden cómo se hace.
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