La situación era desesperada, es suficiente con echar un vistazo
alrededor: casi no restaba en pie ninguno de los soldados, los asesinos de las
estepas los remataban, varios incendios se habían declarado en las tiendas
adyacentes, y los barbudos desarrapados que atacaron el campamento se lanzaban
sobre el último reducto de defensa en torno a la carroza.
Tal vez fue una decisión desacertada quedarse.
La puerta del carro no se abrió. Llamé, gritando de nuevo, aporreando la madera artísticamente labrada. Puede que en el interior temiesen que era una trampa, pero tarde o temprano esa barrera sería barrida sin remisión. Lucos también avisó a la princesa. Un guardia levantó la voz en otro idioma. Chirriaron levemente un par de postigos internos y la portezuela se abrió una rendija. Apareció la cara pálida y terriblemente asustada de la chica que hizo de intérprete en la conversación anterior. Le enseño, apurada y aprisa, la pulsera, agitada en mi delgada muñeca. No menos miedo y angustia se debía reflejar en mi cara, sin embargo leyó la poderosa determinación subyacente en mi boca, mis ojos, mis pupilas.
Salió la joven, luego otra doncella y por último la princesa, la tez cenicienta de terror. En ese instante la puerta del otro lado fue desencajada con violencia y un bandido de largos bigotes entró como una bestia iracunda. Usé de nuevo hábilmente el bastón impactando en su rostro, quebrando los labios, dientes y nariz. Entretanto, las tres mujeres se pegaron horrorizadas al costado de la carroza, mirando con expresiones desencajadas la furibunda lucha en torno a ellas, los soldados muertos y mutilados, la sangre que lo salpicaba todo y el fuego que consumía las tiendas e iluminaba la noche de rojo y oro. Un febril temblor les sacudía los miembros, incapaces de moverse cuando les grité que avanzaran conforme a la idea de alcanzar los caballos.
Aswarya, sigue corriendo, luchando, defendiendo. Delante va Lucos, feroz, furioso; detrás a la derecha uno de los guardias y en la retaguardia el otro. Corremos, desesperados, apretando los dientes o gritando a la princesa y a las doncellas que no se detengan.
Derribo a un bandido de un contundente bastonazo. Otro se abalanzó con la espada en alto a dos manos aullando como el lobo que era, y el bastón le partió el cráneo del brutal golpe que descargué sobre él. Supervivencia. Quería vivir. Los espíritus no me arrastran con ellos, al contrario, existen a través de mí, desean saborear la vida contigo. Apartar sus bocas del pan de la ceniza y sus miradas de la yerma oscuridad.
Todo es más difícil de lo que pensaba. Tan duro. ¿Acaso esperaba otra
cosa? Esta gente ha destruido pueblos. Nosotros solo nos defendemos. Odio
matar. Odio ver los espíritus levantarse y abandonando los cuerpos. A veces
extienden las manos hacia mí, pero los rechazo. Ya tengo mis propios muertos.
Muertos que fueron mi carne y mi sangre. Otras veces sus espíritus huyen,
recordando que he sido yo quien les ha dado el golpe de gracia. Y yo avanzo,
avanzo. Apenas doy un paso cuando hay otro enemigo delante. Siento los golpes,
me traspasan, intento mirar a Lucos, ver la sonrisa de Lucos, mejor que los
ojos asustado de la princesa.
-¡¡Seguid!! ¡¡Vamos, no os detengáis!! -hablo como si me entendieran.
Agito la pulsera como si fuera un símbolo mágico. Los golpes duelen. No me
entienden pero sienten el dolor y el miedo. Me gustaría transmitirles confianza
pero solo puedo tirar de ellas. ¡Han tardado tanto en salir! Ocultas en el
carro como un niño en el vientre materno. Como si fuera a resistir eternamente
ese pedazo de madera, como si hubiera alguna posibilidad de vencer. Mis gritos
no los entienden. Quizás les asustan, quizás le dan más miedo que los enemigos.
Confianza. Sí, confianza. Vamos a salir de aquí. No soy capaz de decirlo. Las
palabras no salen. Siento un sabor amargo en la garganta. Rápido. Otro golpe
más. Los caballos, los caballos.
Un tercero y un cuarto enemigo son abatidos en nuestra carrera. Empujo a la doncella, tiro de ella. El guardia de atrás se desembarazó de dos bandidos y detuvo un nuevo ataque. Su compañero a la derecha bloqueó un espadazo, atravesó la garganta al dueño de un sable oxidado. Acosados, hostigados desde los cuatro costados, faltaba poco para alcanzar los caballos. Lucos me anima, mostrando su sonrisa inquebrantable; su espada se hundió profunda en un vientre, empujó violentamente al que se opuso a su avance. Golpeaba y sajaba. Le salieron dos al paso, esquivó la letal estocada del primero, bloqueó la hoja del otro asesino, y cuando su espada mordió la carne del anterior, el segundo lo ensartó en el estómago. La sangre manó de la herida de Lucos como un torrente, sin embargo el guerrero tuvo arrestos para cortar el cuello de su rival.
-¡Oh, Lucos, Lucos! –apenas logro contener un grito de angustia y
miedo.
Los corceles relinchaban, en sus grandes y húmedos ojos el terror quedaba reflejado igual que la luna en la quietud de la superficie del río. Lucos perdió pie, su mano ensangrentada taponando la herida; mi habilidad con el bastón impidió que un mandoble le cortara la cabeza, al romperle la mandíbula al barbudo que iba a ser su verdugo. La princesa chilló, se detuvo, horrorizada, una mano velluda la agarró del brazo y la tiró al suelo, la intérprete quiso ayudarla y la patearon y a la otra la tiraron de un salvaje empellón, volteando durante dos o tres metros y yendo a parar cerca de una tienda en llamas donde la cogieron varias manos fuertes e innobles.
El guardia de atrás se giró y contuvo a dos bandidos, para que Lucos y yo tuviéramos la oportunidad de soltar a los caballos. Tenemos suerte, hay suficientes para todos. Resoplan, estiran de las riendas que los mantienen sujetos a varios postes. El otro soldado quiso auxiliar a la princesa y se vio engullido en una lucha contra tres ladrones.
Alguien me descargó un puñetazo muy fuerte en plena espalda, fui a rebotar contra los ijares de una de las monturas y al instante una patada en el estómago casi me deja sin aire.
-Ah!! -caigo al suelo, siento el dolor en la espalda, en el vientre, la
tierra que se aproxima a mi rostro.
Caigo para atrás, junto a los animales, y ahora es Lucos quien me
ofrece su ayuda, colocándose delante de la sombra que se yergue sobre mí. Flexiono
las rodillas, apoyo las manos en el suelo. No, no lo hago. No sé qué estoy
haciendo. ¿Dónde están las riendas de los caballos? Arriba. Estoy en el suelo.
Lejos de ellos. Lejos de todo. Los espíritus me rodean y me acarician. Tengo
que levantarme, tengo que seguir. Ya no hay marcha atrás. Podría haberme ido,
podría estar lejos, pero no lo estoy, estoy aquí. En el suelo... en el
suelo....
Otra sombra, un canalla malencarado, la muerte pintada en su rostro de
sonrisa rota. Algo sucede, él no lo comprende, yo sí: los espíritus, los veo,
los siento, le rodean y lo arrastran lejos, cubriéndolo, ahogándolo de terror.
Me cuesta levantarme. El golpe me ha desestabilizado. ¿O han sido más de uno? Ya no lo recuerdo. Voy hacia los caballos. Tengo que soltarlos. No puedo pararme a pensar. No puedo pararme. No puedo... Miro hacia atrás, la princesa en dificultades, Lucos herido. ¡Lucos! La princesa. Tantos frentes a la vez. Los enemigos que me acosan. Luchar. Hay que seguir luchando. Soltar a los caballos, ayudar a montar a la princesa, debo hacerlo.
He de hacerlo. Conseguirlo.
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