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Calor. Húmedo, se pegaba a
las paredes, a los azulejos, a las sábanas y al cuerpo del convaleciente. El
sistema de aire acondicionado y ventilación había fallado desde hacía un par de
horas, y el auxiliar no funcionaba del modo adecuado. El padre Tomachio,
recostada la espalda sobre la almohada, leía un pasaje de la Biblia, mientras
la idea del octavo pecado no se le iba de la cabeza. Tenía la certeza de que
estaba a ser llamado un vengador de Dios, un caballero andante destinado a
cerrar un agujero enorme en el corazón de los hombres. O tal vez se volvía
loco.
El hospital. La antesala de
la muerte, el purgatorio en la tierra. Era tiempo de penitencia, de reflexión y
de reposo. "Si tu ojo derecho te ofende, arráncatelo", leía en las
Sagradas Escrituras. Y eso le hacia meditar. Hacia más de media hora que se
había quedado en la misma página, en la misma frase. Le habían desarmado, pero
aquel libro era su arma más peligrosa.
Allá afuera, tras el cristal,
las cosas también estaban cambiando, se decía a sí mismo. Llevaba tres semanas
y el médico le había informado que en otra más le daría el alta. Ahora su
estómago era artificial por completo, mejor que el natural, le aseguraron.
Incluso la sangre se la renovaron. Seguía vivo por la providencia de Dios y por
la habilidad del doctor. Sonrío sin reparar en ello.
Tenía montones de cartas
sobre la cama y la mesilla de noche, así como correos electrónicos parpadeando
en el terminal de la habitación. La gente de su parroquia lo quería, le
necesitaban. Desde los ancianos a los jóvenes drogadictos. Se había emocionado
al recibir todas esas misivas de aliento y cariño de sus feligreses. Eran
buenos hombres y mujeres, con sus defectos y pecados, por supuesto, pero con la
voluntad de transformarse para mejor. Él podía ayudarles, él podía hacerles ver
que Dios no les había abandonado, que aún había lugar en aquel mundo para el
amor, la paz y la seguridad. Pero su propia Iglesia se volvía contra él. Muchos
de de sus colegas habían perdido el verdadero sentido de la fe. Él era un servidor
de Dios, el nexo entre el hombre de a pie y Dios. Tenía que hacerles llegar esa
bondad, esa ternura. Era su deber, su obligación, y le gustaba. Luchaba por las
almas perdidas en una batalla eterna contra el demonio.
¿Qué serían sin él? Porque la diócesis
estudiaba su caso, y aquel secretario del obispo le dijo que o le quitaban su
parroquia y lo trasladaban lejos, o incluso le expulsarían de la Iglesia
Católica. La cosa estaba muy mal. No le dolía que lo echasen, él era un Llanero
Solitario y aunque fuese un fuera de la Ley, proseguiría con las enseñanzas de
Jesucristo Nuestro Señor, no necesitaba un maldito papel que le permitiese
hacerlo. Pero le amargaba abandonar a su comunidad y dejarla en manos de los
gansters y mafiosos que casi había podido erradicar del barrio. Lo querían
expulsar, sí. ¿Por qué? , se repetía sin encontrar respuesta. Sí que la había,
la conocía perfectamente. ¿Por proteger una vida? Si Dios así lo quería, que
así fuese. Los caminos del señor son inescrutables y si ante él se abría uno
nuevo, lo recorrería con orgullo.
Tenía de su parte al
inspector Mascari, quien no levantó cargos contra el sacerdote. Se quedó el
objeto que te dio la psiónica, aquello que había guardado y que tantos
codiciaban y que él desconocía todavía lo que era. Afectaba a muchos, y de las
altas esferas. Seguía sin entender exactamente donde se había metido. ¿Qué más
daba? Puede que la chica rusa apareciese y le diese explicaciones. No lo hizo.
Se sintió algo triste. La había fallado, la había dejado marchar y ahora puede
que esa alma estuviese condenada. Era una pena. Una oveja que no volvería a
encontrar.
¿O quizá sí?
Mascari cumplimentó el
expediente limpiando su nombre. Su edad, similar a la del cura, su carácter, su
vivencia personal, les daba cierta comprensión, simpatía, y él había atado
cabos. No le dio explicaciones, por supuesto, pero de sus visitas Tomachio
entendió que el barro y las heces del asunto salpicaban a mucha gente. Incluso
en el departamento de policía. El inspector estaba presionando al obispado a su
favor, y tachaba de cerdo con cuernos al seboso del obispo. Intentaba ayudar al
sacerdote, De hecho, ya lo había hecho.
No era un mal tipo ese
policía.
Se marchó la enfermera tan
cordial y le dejó en un platillo las dos
pastillas lilas que tomaba un rato antes de la cena. La botella de agua medio
llena y un vaso vacío dormitaban en la mesita que imitaba a madera de caoba
natural. La cenaba, que acostumbraba a ser de calidad, tardaba en llegar como
iba siendo norma de la casa.
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