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Mientras reflexionaba, se abrió la puerta,
pero no era la cena. Aquel día recibió
una visita. No había nada más que ver a la mujer que entró para saber que era
de carácter firme, disciplinado, capaz y hasta puede que orgullosa. Muchos la
encontrarían atractiva. El sacerdote simplemente llegó a pensar "Seguro
que no está casada". Y era un crimen llegar a esa edad sin haber encontrado
tu alma gemela. ¿Otra nueva misión de dios? ¿Otra alma que salvar? “Tomachio,
deliras. No, solo me dejo llevar por mi fe e intuición”.
La desconocida rondaba los treinta años,
alta, embutida su silueta atlética en
cuero negro: cazadora tipo torera de cuello alto, un tanto holgada, falda hasta
las rodillas, ligeramente abierta en ambas lados, calzaba un tipo de sandalias
elegantes y a la vez flexibles, negras también. Contrastaba con ese color el
blanco de sus cabellos, desde la frente a la mitad de la cabeza trenzados al
estilo afro, hacia atrás, sujetos al cuero cabelludo para luego caer en cascada
su melena hasta los hombros. Las cejas, pobladas y níveas también, resultaban
un toldo para sus largas pestañas debajo de las cuales brillaban ojos fríos de
acero azul; nariz recta, labios de diosa griega. Sin maquillaje alguno,
resaltaban sus pómulos, que le daban un toque característico y sumamente
atractivo.
Llevaba un maletín negro que dejó sobre la
estantería próxima a la ventana y un bolso pequeño le colgaba del hombro. Le pareció que un bulto se marcaba un instante bajo la cazadora, justo donde podía
guardarse una pistola cerca de la axila. Solo fue un momento. La pulcritud de
su persona hacía juego con la de la habitación del hospital. Su glaciar mirada dio
un repaso rápido a la habitación y saludó con la mirada al sacerdote, sin sonreír.
Directa a los ventanales, observó el agua ceniza ensuciar la ya de por sí
deslustrada ciudad de Los Ángeles. Encendió un cigarrillo Camel, una profunda
aspiración que consumió la cuarta parte del cigarro, dejando al poco que
volutas de humo, danzando en su interior los espíritus del cáncer aún no
vencidos, ascendieran densas, azuladas por la luz espectral del exterior nacida
de relámpagos lejanos, sin importarle que en tal lugar no solo estaba prohibido
fumar, sino penado con prisión.
Tomachio aguardó a que se presentara,
intrigado. Aquella joven olía a autoridad: policía, agente del gobierno,
seguridad privada. Algo así. El sacerdote había viajado mucho, y visto muchas
cosas, conocido a las personas. No se equivocaba con ella. Pero la mujer se
limitó a fumar y a mirar por la ventana. No hacia buen tiempo. El mundo oscuro
en el que vivían había creado un nuevo horror, una lluvia ácida capaz de morder
tu piel y dejarte seco. Así era el mundo ahora, frío, húmedo, triste y
peligroso, muy peligroso. Atrás habían quedado los buenos tiempos, los buenos
hombres. Ahora uno solo podía limitarse a seguir adelante intentando hacer lo
que mejor sabía hacer de la mejor forma posible. Y eso era salvar almas. ¿Tenía
fuerzas suficientes para intentarlo? ¿Para volver a empezar un camino cada vez
más escarpado? Si, si dios estaba con él.
El padre se decidió a romper el mutismo de
la escena:
-Buenas noches señorita. ¿Suele entrar en
las habitaciones de los pacientes sin decir nada para ponerse a quebrantar la
ley junto a ellos?-Cerró la Biblia, señaló el tabaco.-Si sigue fumando eso sus
pulmones terminaran tan negros como esas nubes de ahí fuera.-Eso no era pecado,
así que no insistió.- ¿La he visto antes? Por mucho que me esfuerzo, no logro
situarla. Tendrá que disculparme pero he tenido un mes ajetreado. Dígame ¿Quién
es y qué es lo que quiere de mí?
Ella se giró hacia él. Sin expresión alguna
en su cara. Decisión, firmeza, leyó en ella el sacerdote.
- Ajetreado. Es una manera de expresarlo. Lo
se, leí el informe. Completo. De toda su vida.
El tono de voz era amistoso, igual que el
suspiro de una tigresa antes de saltar sobre su víctima. Modulación suave,
pronunciación sin acentos, impecable. Se acercó al paciente, y le estrechó la mano. Un apretón fuerte,
seguro, ligeras durezas en su palma; uñas cuidadas, sin pintar, cortas.
- El tabaco no me matará, padre Tomachio.
Soy Ledna Blesvki. Departamento Blade Runner de Washington. Sí, ha oído bien,
Blade Runner.
Aspiró el humo del Camel y fijó sus pupilas
como puntas de iceberg en las del sacerdote.
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