-¿Eso es el mar? –preguntó, la inocencia y el asombro pintados en la cara del pequeño Sando. Aswarya también se quedó mirando la estampa que tenía frente así, pues nunca había visto un río de al caudal. Ni el mar.
-No, muchacho. Es un río, el Nezvaya. El mar…el mar es tan grande como toda la tierra que puedas recorrer en tres lunas. O eso dicen los sabios. Yo solo he navegado una vez, costeando, cuando luché contra esas sabandijas de piratas de las Barachas.
El agua descendía tranquila, rumorosa y de tonos verdes, ocres y terrosos, acorde a las tierras que bañaba, con una calma propia de quien ha visto mucho y ya nada le sorprende. Casi no se veía el otro lado del río, la ribera opuesta, oculta en las sombras y la distancia. Cruzaron el camino seco que seguía paralelo a la costa y alcanzaron la orilla cuando las primeras estrellas titilaban en un cielo despejado y límpido. Los juncos, los chopos y algunos arbustos se apretaban en derredor. Desmontaron y Lucos retomó el hilo de su respuesta anterior:
- Mira, Sando, este pendiente era de uno de los piratas a los que destripé.
El guerrero tenía poco tacto, y se dio cuenta tarde de la cara que ponía el niño, sin duda recordando la tragedia de hacía unos días. Le revolvió la melena y se fue hasta el agua. No se lo pensó, se desnudó y se introdujo en el río. El crío, al final le imitó, siendo ambos observados por los grandes ojos de Aswarya, que deseaban abarcarlo todo.
Lo impactante del río es que está en calma, como un lago, pero no está estancado sino que continúa su camino con lentitud. Los ríos de montaña no son así. Son pequeños y fieros, avanzan rápido golpeando las rocas y árboles que encuentran a su paso –reflexionaba-. Si embargo este río avaza lento y calmado. El río se hace adulto y el ímpetu del niño queda olvidado. Se hace grande y sabio...
Allí, en las montañas... Me queda mucho camino todavía, hasta llegar a la calma. Puede que no llegue a madurar nunca.
Lucos se ríe de la sorpresa que ve en mi rostro y en el de Sando. Se lanza al río sin pensar, no piensa en cómo afectan las frases que dice ni en los peligros que puede tener el río. Después pide disculpas, se encoge de hombros, tiene alma de jugador, alma de los que se arriesgan y viven hacia delante.
Yo voy más lenta, miro primero a mi alrededor. Dejo mi cosas en la orilla, y no me alejaré mucho de ellas, aunque desee muchísimo sumergirme en aquellas aguas. Está templada. Me uno a ellos en el baño y por una vez hasta el sol parece agradable. Si alguien nos viera a lo lejos pensaría que somos una familia, pero Lucos no es mi hombre ni Sando mi hijo. Nos cuidamos mutuamente. Les he cogido cariño. Mi familia prestada. Los muertos me observan desde la orilla, apenas los distingo entre los haces de luz. Me pone nerviosa pensar que podría alejarme de ellos tan solo dejando allí el cinturón de huesos. Vuelvo pronto a recogerlo tras el baño y enseño a Sando como preparar una rama para pescar. Es difícil, porque allí hay más profundidad y los peces viajan más hondo. Allá en las montañas era más fácil, casi los veías saltar.
Aswarya logró pescar un par de peces con una improvisada lanza fabricada con una larga rama y Lucos tuvo la suerte de cazar dos liebres. Apareció con la sonrisa de oreja a oreja y esa noche, alrededor de la fogata, a cubierto de unos grandes peñascos, pudieron saborear, en silencio, de una suculenta cena. Parecía que ninguno necesitase hablar, les bastaba con esa compañía mutua que se ofrecían, respetando pensamientos y memoria.
El niño se durmió pronto y la joven lo tapó con la manta. Lucos se decidió entonces a entablar una conversación, como a veces hacía por la noche, unas pocas frases, según su costumbre, sin venir a cuento, como si en esos momentos necesitase expresar lo que sentía:
- Mi hija murió de fiebres a los dos años. Luego, mi esposa me abandonó, se largó con un recaudador de impuestos. Un amigo impidió que matase a ambos. Ahora comprendo que no valía la pena. Después me alisté como soldado, en Argos.
Masticó, tragó y te miró:
-¿Qué se siente al viajar con…con tus muertos? Me da escalofríos. No lo comprendo. Los muertos están muertos. Los vivos, vivos. Es sencillo, es lo natural. El pasado, pasado. Muerto. El presente, el ahora, está aquí. El pasado y los muertos son cadenas. Eso es, cadenas. ¿Debes creer que soy simple, verdad? Sí, lo soy. En fin.
Esperó una respuesta entretanto que hurgaba en una pequeña bolsa donde guardaba sus dados.
-No creo que seas simple, sólo que tu pueblo trata de otra manera a sus muertos. ¿Crees que no vale la pena la venganza, Lucos? Aunque te hayan hecho mucho daño. ¿No vale la pena?
Las noches son más frías, me gusta sentarme alejada del fuego, sobre todo si hay viento. Ver a Sando dormido y a Lucos jugando con sus dados en partidas solitarias donde pierde contra él mismo. Me hace preguntas, me cuenta historias. A veces sólo unas pocas frases y luego se queda pensando. Al final terminaremos por conocernos bien, aunque no sé si por comprendernos.
Aswarya Sacudió la cabeza al escuchar la triste historia del ex soldado. Todos tenemos un pasado que nos atormenta.
-Nosotros tenemos otras costumbres. Cuidamos a los muertos igual que a los vivos. Vamos a sus tumbas y les pedimos consejo, los llevamos colgados de cuello para que nos protejan. Podría haberlos dejado allí, hubiera sido más fácil -lo difícil no había sido enterrarlos, lo difícil había sido cortar las falanges de cada uno de ellos, limpiarlos, pulir los huesos hasta que fueran lisos y brillantes, con cada uno de ellos, uno tras otro, tantos cadáveres que parecía que no terminaría nunca, pero no podía dejarlos allí solos.
La joven se quedó mirando las aguas oscuras del río, arropándose en la capa, sintiendo la cálida cercanía de la hoguera.
-Hubiera sido más fácil marcharme sola y pensar sólo en mi supervivencia. Pero no podía dejarlos solos. Oía sus voces llamándome. Son el pasado, sí, pero también son mi pueblo, mi gente, mis costumbres. No puedo renunciar a eso. No puedo convertirme en otra persona. -y no puedo dejar de oírles, pienso, por mucho que me alejara no podría dejar de oírles.
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