Al sur de Hiperbórea
“El mar”
Inicio otro relato, más corto, en unas pocas entregas. Ambientado en la edad Hyboria, igual que Hechicería y Acero. Es un relato intimista, crepuscular incluso, no falto de aventura, deseo y, tal vez, amor. Y violencia, claro, para ser fieles a Hyboria, junto con pinceladas del mundo sobrenatural.
En esta ocasión comparto la narración con otra excelente escritora, Raelana.
Estepas al norte de Turán.
Los primeros rayos del amanecer despejaban la baja neblina de las estepas turanias y teñían de bronce los cabellos de Aswarya. Hacía frío, como todos los días, y el sol era bien recibido hasta su cenit, cuando apretaba con fuerza castigando las piedras que salpicaban la árida y extensa llanura.
Viajaban hacia el sur, al encuentro del gran río Nezvaya. Según Lucos, esa misma tarde alcanzarían su ribera y siguiendo el trazado de la misma encontrarían poblaciones costeras donde conseguir alimentos y algún trabajo. En el peor de los casos podrían continuar hasta su desembocadura en el Mar de Vilayet donde sin duda la espada del guerrero y las aptitudes de la chamán serían bien recibidas. Turán no discriminaba a nadie dispuesto a recibir su oro a cambio de proteger y ampliar el imperio.
Lucos había perdido su caballo en una partida de dados y ahora cabalgaban los tres sobre el de Aswarya. En el medio el hombre, delante el niño de cuatro años, Sando, y atrás la joven. Sando iba con ellos desde que dos días atrás se encontraron con aquellos tres carros atacados por los bandidos de las estepas. Los asesinos no habían dejado a nadie con vida: quemaron los carromatos, mataron a hombres y mujeres, violaron a estas últimas, despreciando el dinero que pudieran conseguir en los mercados de esclavos. Sando estaba oculto bajo unos matorrales, milagrosamente hubo salvado la vida. El chico no decía apenas nada, y se quedó un buen rato llorando al lado de una mujer joven a la que habían cortado el cuello. Enterraron a los cadáveres y los dos aventureros prosiguieron su camino, esta vez acompañados del niño, al que no podían abandonar y pensaban dejar en algún hospicio o lugar decente. A Lucos no le hacía gracia cargar con un mocoso, pero Aswarya se apiadó de él y convenció a su compañero que siempre se dejaba llevar por la voluntad de la mujer.
Lucos no era mal tipo. Desde luego se parecía bien poco a su anterior camarada de triste y desgraciado recuerdo. Lucos era alto, bastante fuerte, tenía una larga melena negra, barba rala y la mandíbula un poco prominente. No debía contar más de treinta años y su tierra de nacimiento era Corinthia. Parco en palabras, voluntarioso y optimista, no brillaba por su inteligencia ni su habilidad con la espada. Compensaba esto último con sus artimañas, su mirada aguda, inquisitiva y su voz dominante, atributos que por lo general hacían intimidar a la gente, siempre y cuando no fuesen de su misma calaña. Pendenciero y amigo de los juegos de mesa, en particular los dados, donde perdía todo lo ganado pues su mala suerte y juego eran terribles. Trataba bien a Aswarya, la respetaba y en las tres semanas que llevaban juntos jamás le levantó la voz ni la mano, al contrario consideraba que la chica era la cabeza pensante de los dos y solía acatar sus decisiones. Además, pensaba que una mujer valía tanto como un hombre pues ya había tenido ocasión de luchar al lado de otras amazonas y pudo comprobar como las gastaban algunas de esas guerreras. A eso se añadía una curiosidad y temor por los manejos y rituales extraños de la hiperbórea, que le atraían y a la vez repelían, observándola siempre desde varios metros de prudente distancia, con suma precaución.
Cabalgaban en silencio, bajo un sol de justicia y un horizonte monótono y aburrido. Apenas tenían unas pocas monedas, un caballo cansado, y víveres secos y rancios; dos pellejos de agua y un niño de cuatro años. Aswarya torció el gesto pensando en que su situación no era nada buena si se daban de bruces con una partida de saqueadores. Su estómago gruñó sonoramente y esto hizo que Lucos soltara una risotada y el niño sonriera por primera vez.
- Será mejor que comas algo –aconsejó Lucos.
- Yo tengo hambre también –dijo el niño-
-Hum. Ya. –Lucos detuvo al caballo, oteó el horizonte-. Malas tierras estas, Aswarya. No os preocupéis, esta tarde podremos comer sabroso pescado y darnos un baño.
La hiperbórea dejó entrever una sonrisa triste en su hermosa cara tatuada. De pocas palabras, lo mismo que su compañero, reflexiva, sus pensamientos la mantenían en un silencio que aumentaba el halo enigmático que Lucos veía en ella.
Hay días en los que estoy tan cansada que ni recuerdo mi nombre –pensaba- . Días en los que me dejo llevar, apoyando la cabeza sobre la espalda de Lucos pero sin cerrar los ojos, porque no puedo evitar mirar hacia todas partes intentando abarcarlo todo. No es miedo, pero sí prudencia. Aunque ya no viajo sola no me siento segura.
No soporto que me toquen. Incluso al apoyar la cabeza interpongo la capa para no rozar su piel. Miro a Sando y a veces pienso que necesita un abrazo pero no puedo dárselo. Es como si una barrera se interpusiera. La barrera de sus ojos tristes, o de los míos. Nos miramos a los ojos y nos entendemos bien, hemos sufrido el mismo dolor. Pero me siento siempre un poco alejada de ellos, rodeada de los huesos de aquellos que pertenecen a mi pasado, que me acompañan en mi presente. Sando sentía curiosidad pero tampoco he dejado que los toque.
Ahora ya estoy más tranquila. Cuando encontramos a Sando y vimos la carnicería fue como revivirlo todo de nuevo. Hay cosas que se te quedan encostradas en el alma y aunque pienses que las has superado salen a la superficie en cualquier momento y te hacen el mismo daño. No derramé ni una lágrima mientras los enterraba, pero me costó no hacerlo. Creí reconocer a viejos conocidos entre ellos pero la ilusión pasaba al cabo de un momento. Después sentí que la sangre olía distinta, que estaba en una tierra donde yo no tenía raíces. Busqué un lugar donde estar a solas pero me rodeaban los muertos, asustados, intentando agarrarme pero yo no podía librarlos de su dolor. Lucos me hablaba pero era como si estuviera muy lejos. Solo la mirada del niño parecía real.
-Lo llevaremos con nosotros -le dije, y él torció el gesto como hacía cuando jugaba a los dados y perdía pero no replicó. Viajar con un niño no era lo que estaba previsto, pero no podíamos dejarlo allí, rodeado de muertos. Sé que si le hubiéramos preguntado habría preferido quedarse. Que tardaría unos días en darse cuenta de todo, en asimilar que estaba solo. No le he ayudado en eso, ni siquiera arranqué el hueso del dedo de su madre para hacerle un colgante y que lo llevara al cuello. Ahora lo miro y veo que los muertos no viajan con él. A veces que te acompañen es un consuelo, otras veces es como si te anclaras demasiado al pasado y él es muy joven, puede olvidar.
El caballo sufre por el peso de los tres, pero no soy capaz de recriminarle a Lucos su mala suerte en el juego. El no tiene la culpa, es algo que lo arrastra igual que a mi me arrastran otras cosas. No puedo entenderle pero se que es parte de su cultura, como hay muchas cosas de la mía que él tampoco comprende.
No me siento segura a su lado. Quizás ya no me vuelva a sentir segura nunca más. Tampoco deseo que sus brazos me rodeen y él lo respeta. Eso me gusta. No quiero romper esa distancia que nos separa, ni la que me separa del niño. Es como si observarlos desde lejos me permitiera verlos mejor, aunque no entenderles. Es tan difícil entenderles.
Tengo hambre ya, pero no quiero obligarlos a parar. Aun nos queda mucho camino por delante. Me duele la espalda también. Es este extraño clima, me falta el aire de la montaña, el aire denso que parece hecho materia y que cuesta respirar, que enfría los huesos y se mete en el alma. Aquí el sol luce feroz para taladrarme y aunque me cubra con la capa lo siento a la espalda, golpeándome. Me pregunto cuanto falta para llegar. Preguntárselo a Lucos supondría romper el silencio y no quiero hacerlo.
Al final ha sido mi estómago el que lo ha roto y Lucos ríe. También el niño esboza una tímida sonrisa en medio de las sombras que lo rodean. Llegaremos a nuestro destino pronto, solo tenemos que aguantar un poco más. La promesa sirve para animar nuestros corazones a pesar de lo duro de la marcha, de los peligros que podemos encontrar en ella, del miedo que aún nos atenaza al recordar la masacre que hemos contemplado en las cercanías de la sierra de Soren.
Seguimos avanzando, la noche enfriará el aire y se llevará el sol. En la montaña el cielo nunca es tan azul como aquí. En la montaña las cumbres están siempre envueltas en bruma, o quizás es que allí nos rodean demasiados fantasmas.
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