sábado, 10 de noviembre de 2012

Los Ángeles 2029 -Lluvia Negra 11



El padre Tomachio estaba decidido a jugar fuerte. Sus palabras fueron acompañadas por la acción, se marchó y regresó, henchido de buenas razones, poderosas, con la verdad de Dios en su boca, una pantera negra rugiendo bajo su mano en el volante, y acero frío cargado de metal hiriente en la otra. Escuchó disparos apagados por el chirriar de las ruedas, ráfagas metálicas una tras otra y detonaciones cuyos ecos se perdían en los sonidos de la ciudad vuelta a renacer. Frenó bruscamente patinando y girando el coche y apuntó su Ejecutor a la vez que ordenaba con palabras impregnadas de autoridad clerical. Cerca del vehículo agresor había tres cuerpos inertes derrumbados en el suelo mezclando su sangre con la lluvia recién caída. A un lado, atrás, el arma de Ledna escupía fuego desde un colador que un día fue un coche. Un tipo le disparaba con un subfusil que volteó apuntando ahora al sacerdote. Tomachio apretó el gatillo expendedor de castigo y redención por dos veces, alcanzando la segunda la mano del sujeto. Aulló el individuo y rebotó contra la pared cuando la Blade Runner aprovechó para meterle otro proyectil bajo el hombro. Ledna le lanzó una mirada a Tomachio mezcla de enfado, comprensión, resignación y asentimiento y corrió con precaución hacia la esquina. Miró y regresó saltando como una tigresa hacia el caído:

- ¡Padre, vigile la calle!


La poca gente que transitaba por allí había desaparecido, solo algún curioso miraba desde lejos. De los ocupantes del otro coche volcado no había señal. El padre vio que Ledna preguntaba algo al único superviviente del ataque, sentado apoyado en el muro, humeante su hombro y hecha pulpa la mano. El herido respondió lo que fuese que no gustó a la chica, quien replicó con una detonación de su arma en la rodilla izquierda del tipo. Los gritos de dolor y angustia se elevaron hasta el sucio cielo ceniza de Los Ángeles:

- ¡Que te jodan, zorra! ¡Hija de puta! Eres policía, no puedes hacer esto, cabrona!!

La expresión de Ledna era tan letal como el pistolón que sujetaba. Su mirada lo decía todo. El otro no se amilanó, escupió, y le dedicó nuevas sutilezas. Ella, impasible, hizo que la otra rótula fuese historia. Luego, puso el cañón caliente en el codo:

- Puedo seguir.

El hombre se derrumbó. Se escuchó su canción: el jefe de seguridad de la Tyrell, John Leder, los tenía contratados como sicarios para asesinarla. No era el primer trabajo, desde luego. No, no sabía nada más. Lo juraba. No hacían preguntas, mataban y ya está. Ni idea de las cápsulas. ¿Replicantes? No, no los había visto. Aunque mencionó a un sujeto algo extraño, que les acompañó en algunos asuntos, bastante alto, pelo largo, negro, ojos azules; nada hablador, te hacía sentir mal su mirada, como si te helase el corazón. Le había visto dispensar muerte sin pestañear. Claro que eso tampoco era destacable. Empezaba a perder el conocimiento.

Lejanas, se acercaban estridentes sirenas. Ledna escudriñó las alturas. Luego registró al herido, estaba limpio, solo algo de dinero. Se dirigió al V10 con sus largas piernas de gacela. Se le notaba crispada, un poco alterada, cierto destello de miedo diluido en su temple y determinación.

- Vamos, padre.

Tomachio se acercó a uno de los moribundos. Este apenas pudo entreabrir los ojos desenfocada la cara del sacerdote. Detrás. Ledna, su figura transpiraba impaciencia. El sacerdote le dio la extremaunción al hombre apretando con fuerza su mano. Cerró los ojos, escupió sangre y murió. Como siempre, era duro separarse de una oveja de su rebaño. Era duro fallar, saber que a pesar de todo el esfuerzo, de sus intenciones, siempre fallaba. Una vida perdida era un cruel golpe que debía resistir. Porque de hundirse entonces no podría salvar a nadie más. Y eso si sería una verdadera derrota.

-Ve con Dios, hijo mío. Encuentra la paz que no hallaste aquí.

-Son asesinos, padre. Usted podría estar ocupando su lugar ahora. Debemos irnos.

Se puso en pie.

-Asesinos…forman parte de mi rebaño. No tiene sentido salvar al hombre iluminado. Esa no es mi misión. Yo me ocupo de los perdidos, de los descarriados. Tengo que hacerles ver la luz. Y no lo conseguiré de esta manera.

La Blade Runner echó una ojeada a la calle principal. Ni rastro de los ocupantes del otro vehículo, sin embargo las sirenas atronaban cada vez más cerca y dos luces distantes en el cielo señalaba la posición de sendos coches voladores de la policía.

- No puede hacer nada más por ellos. La policía no tardará en llegar, tengo privilegios clase A y usted va conmigo, así que no le sucederá nada. Pero nos retrasarán. Tenemos algo que hacer, ¿recuerda? Y el tiempo corre en su contra.

El cura miró con tristeza al hombre de las dos piernas destrozadas.

-No era necesario. Hay hombres malos y hombres crueles. Seguro que él era frío, un sádico, un hombre violento. Pero aún tenía solución. Él y sus compañeros.-Se sacó el rosario del bolsillo y lo colocó en la mano del hombre. Ledna le urgía a marchar.-Para ti, hijo mío. Necesitas a Dios más que yo. Espero que esto te haga recapacitar.-El herido acabó por desmayarse. Tomachio se giró hacia su compañera. La observó. Ella también era fría, una sádica, una mujer violenta, una asesina. A pesar de su ética y los valores que creía haber visto en ella había matado sin compasión. También la salvaría a ella. ¿Si no, por qué Dios la había hecho cruzarse en su camino?

Corrió hacia ella, con esa mirada singular, de pena, de rabia, de desespero. Ledna leyó en sus ojos lo que pasaba detrás de ellos, las pupilas de él la traspasaban. Su cabellera blanca la agitaba el viento que barrió a ráfagas imprevistas las calles encharcadas de lluvia negra y sangre. Brillaban sus ojos. Ojos hermosos de mirada que delataba que estaba demasiado acostumbrada a matar. ¿Androides, humanos?


Ledna le devolvió una mirada triste acompañada de una sonrisa inescrutable:

- Ese horror no es obra mía, padre. Protegía mi vida y la de usted. Seguramente habré salvado otras. Me mira con desaprobación. Lo lamento. No es agradable quitar la vida humana. Nunca lo es. Ni tampoco la de un replicante.

Eso no gustó al sacerdote. La comparación de la vida humana con la de un replicante. Se detuvo en seco frente a la mujer.

-No. No es lo mismo. No vuelvas a decirlo, hija mía, pues mi alma se horroriza al pensar que igualas la obra de Dios con la del hombre. Mira a tu alrededor. Toda esta sangre, todo este escenario de destrucción. Todo el horror que acabas de crear no puede compararse al hecho de pulsar el botón de off de una lavadora.

Se pusieron en movimiento. La policía encontraría al hombre, le interrogaría. Sabrían que había sido él. Después de todo les había dejado una prueba evidente; su rosario. No se arrepintió de ello. Aquel gesto era necesario para intentar salvar un alma. Y cuando de eso se trataba el padre no consideraba los daños colaterales. En particular si estos iban contra su persona.


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