viernes, 25 de noviembre de 2011

LOS ÁNGELES, 2029 -1 -

Ricco y Jacob paseaban por uno de los sectores más deteriorados de Los Ángeles: obrero, mezcla de inmigración de todos los rincones del mundo y gente autóctona. Las escasas luces de los establecimientos arrancaban destellos irisados a las gotas de agua dejadas por la reciente llovizna. Jacob caminaba reflexionando sobre la propuesta del italiano, la cual no era despreciable. De origen alemán, cuerpo fornido y rostro de boxeador, sabía todo cuanto había que saber sobre mecánica e ingeniería. Era un excelente manitas con taller propio, eso lo conocía bien el italiano, y por ello el elegante Ricco accedió al encuentro en el guetto en el que vivía, al sureste de la ciudad.

Al arreglador le gustaba poco, mejor dicho, nada, salir de su ambiente, y al gángster de aspecto sobrio, embutido su cuerpo de modelo en un traje a rallas, con cuyo valor hubiese comido una familia de cuatro miembros durante medio año,  no le importó desplazarse en aero-taxi desde el barrio italiano. No resultaba barato pero eso nada le importaba a él. Cruzaron la zona Comercial y el Sector Corporativo dejando al oeste City-Kyoto, más allá de Chinatown. Unos pocos minutos tranquilos con un conductor que resultó ser una chica mona que no cesaba de mascar chicle, y lanzarle miradas insinuantes desde sus ojos azules artificiales al atractivo hombre de no más de treinta años, que se sentaba detrás. La mujer le entregó su tarjeta con un guiño y un:”llámame cuando quieras...para lo que quieras”. Ricco esgrimió una sonrisa de labios finos, y apartó de su media melena negra una hebra de la fibra procedente del tapizado del asiento trasero.

El Áurea negro descendió sosegado en el parking de la azotea, después de un trayecto que por carretera le hubiese llevado tres cuarto de hora cuando menos, el riesgo de un atasco o un ataque de alguna banda de moteros. La idea era convencer a Jacob de que trabajase en exclusiva para ellos. Pero el chapuzas no lo tenía tan claro, era libre, no tenía jefe y sí una lista de clientes y pedidos bastante larga. Se  rumiaba la oferta del italiano, tentadora, desde luego, pasta la que quisiera, muchachas no le faltarían, protección, material de primera para sus creaciones. Quizá, se dijo, a sus treinta y cinco años, empezaba a tocar el codiciado y casi imposible sueño americano.

Apenas se encontraron con transeúntes en las calles, los delincuentes y matones conocían a Jacob y no hubo problemas. Un par de travesías antes de llegar a la iglesia de Santa María Magdalena entraron en el restaurante donde Jacob solía comer. Un lugar de ambiente perezoso, no muy limpio, pero de buena comida, claro está que la carne era biomanufacturada y no auténtica. Pero solo la gente muy adinerada podía permitirse el lujo de llevarse a la boca un bocado de ternera. Como Ricco por ejemplo.






La iglesia de Santa María Magdalena se encontraba en un estado bastante ruinoso y abandonado cuando la tomó a su cargo el padre Tomachio. Al principio trabajó solo en la reconstrucción, la gente le miraba con desconfianza, los chulos y pandilleros se reían de él. Pero comenzó su labor evangelizadora poco a poco, con cautela, persistente. Inicios duros, a los que estaba acostumbrado, el problema no era que el mundo hubiese dejado de creer, sino que podían hacerlo en cualquier cosa. Si dijeran que una piedra traída del desierto podía resolver tus problemas, seguro que muchos se postrarían delante de ella. Así de mal estaba el asunto. Se ganó la confianza de un rudo padre de familia, estibador de los muelles, que le ayudó con las obras. Luego su hijo, algunos amigos, algunas chicas de mala vida. La parroquia tomó forma y vida. Alrededor de ella se creó un nido de calor y humanidad donde muchos encontraban el apoyo perdido y se veían de nuevo como personas, no solo trozos de carne para trabajo barato y esclavo. El cura no era como otros, se arriesgaba por los demás, se metía en asuntos sucios y en alguna otra pelea. Claro que sus casi dos metros de altura y sus fuertes brazos imponían, a pesar de que ya había superado los cincuenta largos. Se enfrentaba con los cabrones que extorsionaban a las tiendas y a los hijos de perra que chupaban la sangre y vapuleaban a las mujeres de la calle. O a los que vendían drogas sintéticas a los muchachos. Claro está que por eso mismo no todos le querían. Una cicatriz reciente en su brazo izquierdo atestiguaba eso.

No resultaría fácil limpiar la escoria, sembrar un jardín en aquel desierto de metal y asfalto que supuraba desengaño y desesperanza.  

Era de noche, ahora estaba sentado,  en el primer banco leyendo tras sus gafas una de las notitas que le dejaban, con una caligrafía penosa y peor ortografía pero mensaje claro: “dedícate a limpiarle el culo a tu señor y a la zorra de su madre y deja de jodernos. Te va en ello la vida, cabrón.” Muy explícito. Se pasó la mano por su pelo corto y canoso.

Dos filas más atrás, se encontraba la joven y estrafalaria Mara, meditando, observando el techo, mirando al padre y sonriéndole sin motivo a sus espaldas... Le gustaba pasarse por la iglesia ocasionalmente, no para rezar, sino para permanecer un rato en aquel ambiente calmado, en esa cueva donde centelleaban media docena de velas, atendiendo sin escuchar demasiado al predicador. Se apartaba unos instantes del odioso mundo que la rodeaba. No era creyente, no podía serlo, pero tenía insertados en sus módulos de memoria el espíritu vital de la religión judío-cristiana, con su sentido de culpa bien impreso en los circuitos neuronales, y que tiempo atrás quedaron deteriorados. A veces ella intervenía en el monólogo del sacerdote, un raro espécimen humano dedicado a los demás que quería apartarla de las calles. Llevaba un mes en Los Ángeles tras la huida de San Francisco donde fueron asesinados sus dos compañeros por una patrulla de blade runners. Procedían de Marte, antes desde la colonia en Próxima. No era un buen lugar el planeta rojo pero menos lo era la Tierra. Sin embargo, algo, no sabían el qué, les impulsaba a querer vivir en el planeta madre a los que eran como ella: replicantes. No sería el primer grupo ni el último en escapar y buscar un paraíso que en realidad era un infierno.

Proscrita, Mara quería cambiar su vida, había invertido sus ahorros en la tarjeta falsa a la que daba vueltas entre los dedos, y trataba de abrirse paso como podía, usando los implantes base del objetivo para el que fue creada: la prostitución y la danza, unidos a algún robo y trapicheos varios una vez que su sistema  fue modificado a nivel celular allá en Próxima. Poseía un físico de lujo, mas sus desarreglos neuronales no la convertían precisamente en un ser simpático, vestía mal, totalmente despeinada su melena azul, y su aspecto desaliñado solo atraía a vagabundos, borrachos y jóvenes yanquis en busca de un polvo barato.

Necesitaba dinero para una identificación de nivel uno. Entretanto subsistía entre callejones, bares cutres de ambientes sórdidos y su sucio apartamento acompañada por las ratas. Hacía unos minutos se lo había montado con dos adolescentes: rápido, aséptico, tenían tanta prisa que no quisieron ir al piso de Mara en el edificio medio abandonado, y poco dinero como para alquilar una habitación. La replicante pensaba en desplazarse a otra zona en mejores condiciones aunque con ello aumentaban las posibilidades de ser localizada. El baile era otra opción, a veces actuaba, había obtenido un trabajo temporal en un garito de mala muerte en este mismo sector más hacia el sur. De momento tenía suerte, aunque iban tras ella, el cambio de rostro y cabellera realizado por aquel cirujano asqueroso al que tuvo que pagar en metálico y en carne impedirían que la encontrasen pronto.





El V-10 de carrocería blindada, negro y silencioso, estaba aparcado cerca de la plaza de la iglesia de Santa María Magdalena. Al volante Dante esperaba junto a la siniestra mujer que tenía al lado, a la que miraba de soslayo, calculando que debía tener la misma edad que su hermana, sobre los treinta, algo más que él. Se preguntaba donde estaría en este momento el negro de cuello de toro que contactó con él días atrás, exigiéndole primero que consiguiera un vehículo, el mejor, y los V-10, del mismo tipo que usaba la policía especial, era el adecuado. Equipado con todo tipo de sensores, extras y caprichos, le había costado encontrarlo en el sector corporativo, y aún más desactivar sus trampas y alarmas, así como modificar el código de identidad, por no decir el soborno al mamón del guardia de seguridad. Pero ya era suyo, y además el tipo de color soltaba la pasta como si le quemara. El anticipo en su cuenta no era poca cosa. Tenía que recogerle a él y a otro hombre, el silencioso de las gafas a la hora convenida. Claro, que ya pasaba un cuarto de hora. La gente no era puntual. Sentía el contacto de las dos pistolas en los costados, eso tranquilizaba los nervios del ladrón de coches.

Le facilitaron un número de teléfono y una clave, por si necesitaba contactar, también le pidieron que llevase con él a alguien de confianza, eficaz y letal, pues el trabajo daba para mucho y había gente que sobraba. Ya me entiendes, le dijo. Alguien con agallas, sin preguntas, y que no le importase dejar en la cuneta a quien hiciese falta. Ok, pensó Dante. A través de sus conexiones contactó con aquella chica. La verdad es que la tía tenía un polvo pero daba miedo mirarla a los ojos. Mejor ni insinuarse.

Parca en palabras, cuando Kate recibió la transferencia aceptó el trabajo. Se trataba de un buen pico y tan solo fue un adelanto. Ahora, la mercenaria aguardaba tranquila en el asiento del copiloto. Su cabello negro enmarcaba un rostro atractivo de sonrisa cínica, y resaltaba el tono pálido de su piel. Sus ojos, dos carbones, taladraban sin piedad las sombras cercanas a la iglesia. Dante había dicho que tenían que trasladar a los dos tipos a alguna parte, y que les informarían entonces de qué trataba el encargo. Se olía a dinero, mucho dinero. Aunque Kate también percibía el acre y excitante aroma del peligro, y su instinto rara vez fallaba.

Y en esta ocasión, acertó de pleno.

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