martes, 5 de junio de 2012

Al sur de Hiperbórea. El Mar 8



8



El vértigo de la lucha traspasó las conciencias de los espíritus, sacudidos, agitados en un frenesí descompuesto de una docena de voces cuyo aliento te insuflaba fuerzas para combatir. Arañaste, mordiste, el soldado quería aplastarte la cara contra el suelo húmedo.

Olía a tierra, a bosque, al susurro de las aguas del río; a sangre. En derredor la escena de lucha tenía lugar, precipitándose hacia un final previsible. Algo así debió suceder en tu aldea. Gritos de hombres dándose ánimos, blasfemias, gemidos de los heridos, el chocar de los aceros; todo ello resonaba como un zumbido en tus oídos.

Aswarya golpeó la mejilla del soldado, el pecho, los brazos. A su vez recibió un puñetazo en el hombro derecho. Su desafío desconcertó al hombre un momento, la fiereza de la mujer del norte se desbordó, logró zafarse de su abrazo. Un salto, atrás, y el reflejo de la hoja del cuchillo empuñado en su mano brilló un segundo a la luz de las hogueras. La acometida de Aswarya fue frenada por su rival, un hombre de grosero aspecto pero entrenado soldado, y una segunda cuchillada trazó un semicírculo cortando tan solo la burda tela del uniforme. El soldado estuvo a punto de agarrar de nuevo a la chica, pero la joven le asestó una patada en el estómago, él la empujó y Aswarya rodó a un lado. El soldado desenvainó su larga y curvada espada. En su boca una sonrisa despiadada. En los ojos de la chamán la ferocidad de su tierra.

A pocos metros, Lucos ensartó a uno de sus oponentes. No siendo un excelente espadachín, compensaba la suerte de los dados con la del combate. El otro asesino estuvo a punto de acertarle en el cuello, el mercenario fintó a un lado y atravesó el vientre del bandido con su espada.


Ahora no puedo pensar, sólo actúo. Mi cuerpo se mueve sin que yo le de órdenes. Ha tomado el control. Los sentidos están alertas, veo, oigo, grito. Grito pero no escucho mi voz en el caos atronador que me rodea. O la escucho pero no la reconozco como mía. No soy yo.

Estoy en otro mundo, otro lugar. Los gritos están dentro de mi alma también. Los huesos de mi cinturón, tiemblan, recuerdan, y yo recuerdo con ellos. A la vez vivo. A la vez muero una y mil veces. A la vez me defiendo con piernas, brazos, el cuchillo está en la mano pero no recuerdo haberlo desenvainado. A veces los dejo tomar el control, dejo que ellos guíen mis manos pero ahora no. Esta es mi lucha, mi momento, tengo que vivirlo yo. La sangre tiene un olor agrio.

Es pegajosa, la sangre, noto mis cabellos apelmazados, el rostro manchado, ni siquiera sé si la sangre es mía. Me duelen los golpes. Estoy viva. Sigo luchando sin temor. Lucos me lanza el bastón, mis manos se adaptan a él y golpean con fuerza. Es una prolongación de mi mano, de mi alma. Las almas de los muertos flotan alrededor de él, queriendo sentir la fuerza del golpe. La rabia de caer al suelo, de desfallecer, de morir. Armada de coraje y de ira, me preparo para la embestida del soldado traidor. Pero no llega, cae atravesado por una lanza que no es mía. Levanto la cabeza y lo miro, el miedo mezclado con la sorpresa; es Kerkam, a caballo, sujetando por las riendas a otra montura, la mía. ¿Qué has hecho? Era mi oponente. Me has robado su muerte. ¿Acaso quería matarlo, realmente?, me pregunto. Yo solo me defendía. Los huesos tiemblan. Vosotros sí queréis muerte. Queréis venganza. Aunque no sean vuestros verdugos, lo fueron del pueblo de Sando. Necesito pararme, pensar, respirar. Sobre todo respirar. Sando corre, tiene un par de arañazos en la frente, se refugia entre mis piernas.

- ¡Vamos, Lucos, monta! ¡No hay nada que podamos hacer! –grita, y urge Kerkan.


Lucos lo observó con una mirada encendida:

-No has cambiado, Kerkan. “Salva tu culo”, ese es tu lema. ¿Y tus hombres?

-¡¡Imbécil!! ¡¡Mira a tu alrededor!!


El campamento estaba en manos de los bandidos. Algunos soldados luchaban y morían. Una tienda se incendió iluminando de danzantes sombras fantasmales la noche. De uno de los carromatos los asaltantes sacaban a rastras a una de las doncellas. En torno a la otra carroza, la de la princesa, a unos quince metros de distancia, tres de sus guardias se enfrentaban contra varios bandidos de las estepas; el cuarto había muerto.

Me fijo en todo esto en un instante. Lucos acompañó mi mirada. Kerkan tenía razón. Había que decidir ya. En un momento se abalanzarían sobre nosotros. Lucos parecía indeciso, tenso, preparado para continuar luchando. ¿Y yo? Luchar, escapar. Lucos rompe la tensión:

-Podemos intentarlo, Kerkan. Reúne caballos, saldremos de aquí con la princesa. Me pagaron para eso. ¿De qué vale tu palabra?

- ¡El estúpido Lucos de siempre! –Las palabras surgieron de la boca del capitán con desprecio y enfado. Acercó el otro animal a mí-. Sube, mujer. Olvida a este loco, Aswarya, no corras su suerte. Ven conmigo y salva tu vida.

Huir. Parece tan fácil, tan sencillo. Solos los tres, como antes. Nos iba bien con los tres. Lucos no quiere dejar a la princesa atrás. Yo tampoco. La decisión no es fácil. Sando se abraza a mi, asustado, temeroso. Un niño en medio de una guerra. ¿Qué le espera si no huimos? ¿Qué le espera si lo abandono?

No puedo pensarlo más tiempo. La pulsera de la princesa me quema en la muñeca. Deudas de honor que hay que pagar, aunque la muerte nos llame por ello. ¿No es cierto, Lucos? Podemos perder a los dados pero no engañar, ni protestar al pagar las deudas. No soy buena jugadora de dados. Algún día tengo que decirle a Lucos que me enseñe. Una guerra es buen momento para empezar a jugar.

Subo a Sando en el caballo, el niño protesta, me he decidido con una mirada.

-Me quedo con Lucos. Si te vas salva al niño -no es un ruego, ni una orden, es simple sentido común-. Nos reuniremos contigo después -le digo a Sando- tenemos que salvar a la princesa.


Quizás, al final, no veré el mar.

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