martes, 24 de abril de 2012

Al sur de Hiperbórea. El Mar. 4




El camino serpenteaba entre prados verdes y bosquecillos de chopos y álamos que crecían gracias al hálito de vida que les insuflaba el río cuya corriente seguía casi en paralelo. A la izquierda se abrían hasta el infinito las estepas polvorientas de tierra y aire cálidos y secos, y a poco más de tres kilómetros a la derecha el Nezvaya de monótono andar y calmosas aguas los acompañaba. Habíamos decidido aceptar la oferta que nos ofrecía aquella partida de soldados y Lucos se mostró de acuerdo conmigo, o yo con él, asintiendo con la cabeza y de buen humor. Sin embargo, mientras cabalgaba junto a él, la sensación de peligro que me transmitían los espíritus no cesaba de rondarme; se mostraban inquietos, agitados, y la desazón que sentía mi corazón no hizo más que acrecentarse conforme el día avanzaba y el sol perdía brillo en su diario viaje por el cielo. Hice partícipe a Lucos de mis preocupaciones,  las tomó en cuenta, como siempre hacía, pero no respondió.


Mi compañero conversaba con Kerkan en una lengua que no entendía. Parecía una charla relajada, más bien preguntas y contestaciones de ambos que un diálogo sostenido. Son extraños estos hombres, pero puedo caminar con ellos. A veces me sorprendo intentando descifrar su extraña lengua, sin recordar que ellos tampoco hablan la mía. Si estuvieran en medio de mi pueblo se sentirían igual que yo. Caminarían por montañas y echarían de menos el calor.

Ellos están nerviosos, los espíritus. Lo están desde que nos unimos a estos hombres. Me rodean. Me tocan con sus manos. Siento su aliento. Me alertan del peligro. ¿Pero de qué peligro? Ahora estamos más a salvo que antes. Deberíamos estarlo. Quizás nos espere lejos ese peligro. Quizás lo llevamos con nosotros. Si pudiera alejarme y pasar una noche hablando con ellos sería más fácil. En soledad. Pero no puedo alejarme, eso también sería peligroso. Estoy entre extraños y sólo puedo buscar a Lucos para hablar con él. Lo intento, sin embargo no sé si lo entiende. Los espíritus son algo difuso que a él no pueden tocarle, aunque sé que los respeta.


En un descanso a la sombra de unos altos árboles de amplias hojas alargadas, que nunca antes había visto, Lucos me confirmó que escoltaban a Zawinnia, princesa destinada a casarse con un alto dignatario aristócrata de Hyrkania, así que deberían cruzar el Mar de Vilayet. Un largo viaje, desde luego.


- ¿Qué te parecería conocer y navegar en ese mar, Aswarya? –Me preguntó Lucos-.

Lucos me habla del mar y me estremezco. Es algo que quiero ver, sí, quiero verlo. Si he llegado hasta aquí. Si estoy tan lejos. Al menos quiero verlo. Lucos me cuenta historias. De ese Mar al que quiero ir, conocer. Me cuenta que llevamos a una mujer hasta su hombre. Qué extraño un viaje de tantos días para llegar hasta tu hombre. Es más normal viajar juntos, como yo viajo con Lucos. Aunque él no es mi hombre, pero me siento segura cuando tomo asiento a su lado y apoyo la cabeza en su hombro. Días atrás no pensaba igual, voy conociéndolo mejor, alma de aventurero, de hombre libre. Segura y tranquila. Los demás no son así. Los ojos de los demás miran de otra forma, me incomodan.

-Sí, me gustaría ver el mar y navegar -le respondo a Lucos-. Me gustaría mucho.

La jornada avanzaba sin imprevistos, el viento agitaba las copas de los árboles y susurraba quedo. Las miradas de los soldados caían a menudo sobre mi cuerpo, y me preguntaba de dónde procedía la sensación de alarma: de los bandidos, de estos mismos soldados, de esta tierra extraña. En otra parada Zawinnia descendió de su lujoso carruaje, protegido por cuatro corpulentos jinetes de piel oscura y rostro tatuado, acompañada de sus dos doncellas. La princesa es de corta estatura, delgada, de anchas caderas y abultados senos, lleva unos bombachos de seda azul, una corta blusa adornada de oro y plata, que deja al descubierto su estómago y ombligo, muy escotada sobresaliendo una gran perla negra que cuelga de su cuello, y cubre su rostro con un velo blanco. Sus ojos, negrísimos, igual que la larga cabellera ondulada, se detuvieron un momento en mi, en ellos vi brillar la curiosidad y la inquietud cuando posó su mirada en los míos.

Sus doncellas, algo más altas que ella, vestidas de la misma forma, la escoltaron hasta el río con los cuatro aguerridos guardias. El resto de hombres las miraban de soslayo, a escondidas, prudentes. Lucos también las miró, en particular a la princesa, sin ocultar su observación. Pero no distinguí en esa mirada un deseo en particular ni la intensidad con la que brillaban sus pupilas cuando danzaban en las mías. Recordé una conversación con él, cuando me narró, en breves palabras, que tuvo amantes, mujeres a las que creyó amar y ellas a él, siendo no más que el deseo de la carne en realidad. O fulanas con las que compartió una noche, dos, y una botella de vino. Él pensaba que existían hombres y mujeres, pocos, que se distinguían del montón por alguna cosa en particular, que su aura destellaba por encima de los demás. Él mismo no tenía nada destacable pero creía que yo sí, sea porque no había conocido otra mujer de mi raza, sea porque de veras guardaba en mi ser la llama que me hacía diferente y, según él, superior. Yo negaba con la cabeza, confusa, inquieta, temerosa.

Cuando Zawinnia bajó del carruaje correspondí a su curiosidad con la mía propia. Muestra su cuerpo pero oculta su rostro. Es tan extraño. La rodean como a una joya preciosa. Todos la miran, incluso Lucos. Siento una punzada de celos, como si él fuera mío, como si tuviera derecho a sentirla. Solo es una punzada y pasa pronto, cuando veo que su mirada resbala y no se detiene. Pero está ahí y me preocupa. El deseo de la carne es controlable, los sentimientos no lo son. Los sentimientos son peligrosos, te nublan. Intento no pensar en ello.




Al anochecer se montó el campamento. Cuatro días más, tal vez cinco, de travesía y alcanzaríamos el mar. Antes nos toparíais con poblados y aldeas de cierta relevancia y el comandante tenía el pensamiento de cruzar el río al día siguiente en un punto donde existían barcazas dispuestas para ello, ya que en la ribera sur, a otro día más de viaje, se encontraba una guarnición del ejército turanio. El mar, el mar, pronto, muy pronto. Me siento nerviosa al pensar que voy a cruzar el río. Ya solo eso me pone nerviosa. ¿Cómo será cruzar algo tan grande como el mar? O a lo mejor no es tan grande, muchos exageran. Lucos lo hace para hacer más interesante sus historias y no me importa. Me gusta sentarme a su lado y que me cuente sus aventuras. Ahora habla menos, juega a los dados con sus amigos. Yo me siento a su lado, a disfrutar con sus victorias y lamentar sus derrotas. No me gusta como me miran, a veces, y pienso en ponerme un velo como la dama velada. No oculto el alma, porque el alma está en los ojos pero sí el rostro que tanto parece llamarles la atención. Ocultar mi cuerpo con pieles y mi cabello dorado entre telas oscuras. A veces siento que aún así me mirarían.

Lucos se pone a jugar con Sando, y me pidió que me uniera a ellos. Sonrío, pero niego con la cabeza. No dejo de notar que algunos hombres contemplan de forma muy descarada mi esbelta y salvaje belleza. Las fogatas ardían en la tierra, reflejo pálido de la miríada de estrellas que nos cubre allá arriba en la oscuridad sin fin. Los hombres comían, otros revisaban el equipo y los caballos, se distribuían las centinelas. Unos pocos se reunieron en corro, algo en lo que reparó Lucos. En ese momento una de las doncellas, acompañada de uno de los altos guerreros, se presentó y me dijo que la princesa deseaba hablarme. Me sorprendió, o quizás no. Soy extraña. Todos me ven extraña. Tal vez no le guste que trabaje para ella. Me levanto sin protestar y voy a su encuentro. Quizás el peligro del que me advierten viene de ahí. Te dejaran aquí y no verás el mar, quizás los espíritus me dicen eso. O quizás no quieren que cruce el mar. Acompañada por Lucos y Sando, caminé indecisa hasta el carruaje y me sumergí en su interior, quedándose ellos dos afuera.


El interior de la carroza era tan espléndido que un cálculo por encima diría que con el valor de lo que había allí, una familia podría vivir holgadamente durante tres generaciones. Me quedé atónita, asombrada: sedas, telas de una textura y suavidad inauditas, cojines bordados en oro y plata, joyas, bandejas argénteas, copas, vasos y vasijas de fino cristal. Me ofrecieron una bebida, la llamaron te, miel, leche y pastelitos. La princesa llevaba ahora un vestido morado, largo, y el velo sobre la cara. Me senté frente a ella y a su lado estaba la otra doncella. Todo es extraño y hermoso dentro del carruaje. Y rico. Las mujeres amables. Me siento y las miro, sin entender nada.

Zawinnia me habló en su lengua, que guardaba cierto parecido con la mía en cuanto a tonalidad, aunque no tan áspero y duro como mi idioma. Su voz era juvenil, hablaba deprisa, uniendo unas frases con otras. Me pareció que debería ser más joven incluso que yo. La dama empieza a hablar y no la entiendo, su voz es muy joven. Demasiado joven. Demasiado rápida en su habla. Cojo la taza que me ofrecen, sigo sin comprender hasta que al cabo terminó y una doncella me tradujo:


- La prinzessa te invita a que comas pasteles, buenos y zabrossos, tú prueba. Queire saber de donde prozedes, le fassina tú, tu piel, tu cara, y tus ropa, y ese rraro zinturón. Nosotras no vemos gente como tú, zabemos poco de mundo exterior. Tú le produzes senssazión extraña, atraes y a la ves inquietas. Pero queire saber cosas. Que hables de tuyos y porqué llevas ese zinturón de husos. A dónde viajas y para qué. Ella pensaba que tú ser esclava de hombre pero ahora cree con lo que ver y escuchar que no es así. Desea también tocarte, zolo brasso, cara.

Cuando la doncella traduce oigo su voz arrastrada, con ese acento que ya he percibido en los soldados. Hablar, quiere que hable. Y quiere tocarme. Quiere tocar mi rostro pero ella no muestra el suyo. No me gusta que me toquen.

-Vengo del norte -le digo- Allí todos son como yo. Yo os veo extraños a vosotros... El cinturón es… mi familia, lo que he dejado atrás.

Lo que no he dejado, realmente, pero ellas no lo entenderían.

-Viajo para ver el mar –continúo. Era cierto, y es mejor que decir que viajo porque no tengo un hogar donde quedarme-. A mi me resulta extraña vuestra piel y vuestros ojos. Y el velo que oculta vuestro rostro. Somos de lugares distintos.

La princesa habló otra vez y de nuevo su sirvienta me tradujo sus palabras:

- Pregunta que si guerrero contigo ser tu hombre y niño hijo. Es hombre apeusto, fuerte, tienes suerte. Ella no sabe azpecto de marido en futuro ni nombre todavía. Es la tradizión de familia, solo sabemos que fvive más lejos que Gran Mar. ¿Tú venir a Gran Mar entonces, zsí?

Me sorprende que no conozca a su hombre. Me sorprenden tantas cosas. Ni su nombre conoce. ¿Y si al verle no siente la punzada del deseo? Pero esas son preguntas que pueden ofenderla.

-Sí, tengo suerte con Lucos -no quiero decir que no es mi hombre, no quiero mentir pero tampoco quiero decirlo. No quiero que lo sepa.- El niño no es mi hijo, su familia murió y nosotros buscamos un lugar donde dejarlo a salvo. Me gustaría ver el Gran Mar, nunca lo he visto. Espero viajar con vosotros hasta él.

Sorbí un poco de la bebida; amarga y dulce a un tiempo.

-Soy difirente, pero real -añado, y extiendo la mano para que pueda tocarla. Sólo un segundo, la retiro pronto. Me gustaría saber si está sonriendo o si está enfadada. Sus ojos parecen curiosos, como el cervatillo que desea conocer mundo.

-A mi me gustaría ver vuestro rostro. Si os pido algo que va contra vuestras normas perdonadme, no las conozco.


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