El hombre vagabundo caminaba sin descanso y sin destino a través del yermo de la desolación, con ampollas sangrientas en las plantas desnudas de sus pies, bajo el crudo sol de acero y fuego.
Escaló montañas cuyas cumbres rasgaban los cielos, navegó por mares de tristezas infinitas, y lamentó su suerte en decadentes ciudades pobladas por sombras tan perdidas como él, que reptaban día y noche sumidos en el caos de sus propias vidas.
El hombre vagabundo se cruzó con un peregrino de andares ligeros, sonrisa franca y mirada profunda.
-¿A dónde te diriges, peregrino?
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